Hay platos que no solo llenan el estómago, también calman el alma. Se les conoce como comfort food o comida reconfortante, y no tienen que ser sofisticados: basta un guiso casero, un arroz con leche como el de la abuela, una sopa caliente en un día gris. La cocina emocional está más viva que nunca, y va mucho más allá del sabor.
Según un estudio de la Universidad de Buffalo, el 67% de las personas asocia su “comida favorita” con recuerdos familiares o momentos felices de la infancia. La razón es biológica y emocional: la comida no solo nutre, también activa zonas del cerebro vinculadas a la memoria y el afecto.
Por eso no sorprende que, en tiempos de incertidumbre o estrés, muchas personas regresen a las recetas que vieron preparar a sus madres o abuelas. En redes sociales, hashtags como #recetasconhistoria o #saboracasita acumulan millones de vistas, mostrando cómo cocinar también puede ser una forma de reconectar con nuestras raíces.
Lo curioso es que la comida emocional no siempre busca lo “saludable” según estándares modernos. A veces es grasa, frita o muy calórica. Pero eso no importa: su valor está en lo simbólico, en ese instante donde una mordida puede hacerte sentir seguro, acompañado o menos solo.
Al final, cocinar (o comer) no siempre es por hambre. A veces es por amor, nostalgia o simple necesidad de sentir algo familiar. Y en ese sentido, sí: hay platos que son mejores que un abrazo.