Vivimos en una era donde todo se comparte: lo que comemos, lo que pensamos, lo que sentimos y hasta con quién dormimos. Pero en medio de esa sobreexposición digital, está surgiendo una nueva tendencia: la de volver a lo íntimo. Guardar secretos está dejando de verse como algo sospechoso y recuperando su valor emocional y simbólico.
Un estudio de la Universidad de Columbia demostró que tener secretos no necesariamente nos hace sentir peor, siempre que esos secretos tengan un sentido personal y no estén ligados a culpa o vergüenza. De hecho, los secretos pueden ayudarnos a fortalecer la identidad, reflexionar más profundamente y establecer límites sanos.
En redes sociales, crece el fenómeno de la “vida fuera del feed”: personas que deciden no compartir todo, eliminar highlights de sus perfiles o incluso llevar relaciones amorosas enteras fuera del radar digital. No porque escondan algo, sino porque buscan conservar un espacio sagrado.
Culturalmente, los secretos también representan poder. No el poder de manipular, sino el de elegir. Elegir qué mostrar y qué no. Elegir cuándo, cómo y a quién contar las cosas importantes. En un mundo que premia la transparencia instantánea, reservarse algo se siente como una forma de autocuidado.
Así que si últimamente sientes que no quieres contarle al mundo lo que estás viviendo… no estás mal. Estás protegiendo lo tuyo. Y eso, hoy más que nunca, vale oro.